sábado, 18 de diciembre de 2010

DOS TESTIMONIOS DE LA GUERRA CIVIL

Habitualmente tenemos muchos testimonios a nuestro alcance sobre la Guerra Civil Española, pero pocos de extranjeros que llegaron a España por una causa que creían tan importante como para dejar su vida por ella si fuese necesario. Miles de personas de muchas partes del mundo sintieron esa necesidad. Sin embargo, me gustaría mostrar el testimonio de dos personas, Renzo Lodoli, un italiano fascista, y Theo Francos, un francés que defendió la causa republicana.

Dos personas, que a pesar de su diferente ideología, se jugaron su vida, como ya he dicho antes, por una causa que a sus ojos era la correcta. Combatieron en un país que no era el suyo, vieron morir a compañeros y a enemigos, salvaron su vida y vivieron para contar su experiencia.


Renzo Lodoli





Fascista de familia católica y padre militar. Nada más concluir su carrera de ingeniero se alistó como voluntario en el Ejército italiano y marchó a Abisinia. A su vuelta, decidió unirse a la División Littorio para combatir en España al lado de los nacionales. Llegó en 1937 y permaneció en el frente hasta que el fallecimiento de su madre en agosto de 1938 le obligó a regresar. Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, se alistó de nuevo en el Ejército Italiano donde permaneció hasta que en 1946 volvió a la vida civil para trabajar como ingeniero. Es fundador del Movimiento Social Italiano, un partido de extrema derecha. Hoy en día sigue manteniendo el ideario fascista y visita anualmente España en compañía de otros excombatientes.


"Mi madre y mi esposa tenían ascendencia austriaca, de modo que, cuando me preguntan de dónde soy, contesto que soy un italiano bastardo. Nací en Venecia porque mi padre era oficial de marina. De niño recorrí toda Italia con él. Luego volví a Roma y estudié en el Politécnico. Cuando empezó la guerra de España tenía 23 años. Era ingeniero pero todavía no estaba trabajando. Acababa de regresar de África de luchar en Abisinia como miembro de un batallón de estudiantes voluntarios. Todos nosotros éramos fascistas. En aquel entonces todos los italianos eran fascistas. Había una organización de universitarios fascistas, de donde posteriormente surgirían los más antifascistas.

Llegué a España con un regimiento de la División Littorio, en un barco que no tenía nombre ni nacionalidad. Se la habían borrado. ¡Era un barco fantasma! Llevábamos los uniformes caquis de las tropas coloniales italianas, sin grados, sin emblemas, sin nada. Salimos de Nápoles y tardamos cinco días en llegar a Cádiz. No sé por dónde pasamos. Al llegar, nos pusieron grados y emblemas y una boina negra con una estrella de cinco picos. Teníamos, como los alféreces provisionales españoles, una hombrera de paño negro con una estrella de oro. A los alféreces, nos pusieron dos estrellas blancas de plata. No llevábamos bandera italiana ni nada semejante. Llevábamos una bandera negra, con una cinta italiana y otra española.

Nada más llegar nos mandaron quince días a Jerez de la Frontera, donde nos facilitaron un carné de falangista y otro de requeté. De allí nos trasladamos a Guadalajara. Fue horroroso, ya que allí, nuestro Estado Mayor se equivocó en todo. Estábamos a mil y pico metros de altitud, había mucha nieve, hacía mucho frío y no estábamos bien equipados. Los soldados, por ejemplo, no teníamos guantes. Mi general pidió guantes. ¡Llegaron en junio! Algunos compañeros murieron de frío. Había una única carretera, la carretera de Francia. Viajábamos en una fila de autocares que ocupaba toda la calzada con lo que si un autocar se paraba, toda la columna de coches se tenía que detener detrás. Fuimos al bosque de Brihuega, y ahí nos dijeron: «Aquí está el frente». Había anochecido, nevaba. Los italianos de las Brigadas Internacionales habían avanzado 40 kilómetros hasta Torija e intentaban tomar el pueblo. Nosotros éramos más fuertes, pero ellos eran más. Nosotros éramos 40 batallones de infantería, pero 33 eran banderas, es decir, batallones ligeros. Ellos tenían 44 batallones de infantería, 90 carros rusos de combate y la aviación. Nuestros aviones se habían visto obligados a permanecer en la base, que estaba en Soria, porque llovía y había mucho barro lo que les impedía despegar. Sin embargo, los aviones rojos sí salían, porque se encontraban en los campos de Madrid, donde disponían de varias pistas de asfalto. Resistimos lo que pudimos y luego retrocedimos hasta Almadrones.

Los rojos tardaron en avanzar dos o tres días. No sabían que nosotros habíamos retrocedido. En el campo no había casas. En la meseta de Castilla no hay apenas casas. Nuestra posición estaba muy próxima al palacio de Ibarra. Era un palacio muy hermoso, decorado con numerosos cuadros, pinturas y alfombras. Cuando una de nuestras banderas llegó al palacio, dijeron: «¡Oh, aquí nos quedamos!» Llevábamos una semana conviviendo con la nieve, la lluvia y el barro de manera que los compañeros no se lo pensaron y se pusieron a descansar allí. Entonces fueron atacados por las Brigadas Internacionales. Murieron casi todos. Fueron sorprendidos mientras dormían, ¡una cosa horrorosa! Es mejor olvidar. Los rojos, después, sepultaron a los suyos y, a los nuestros, los arrojaron a una fosa común que todavía no se ha encontrado.

Estábamos obligados a entregar los prisioneros a los nacionales en un plazo de 48 horas. Los fusilaban a todos. Los españoles eran de paredón fácil. De un bando y del otro. Nuestras divisiones estaban llenas de prisioneros. Casi todos eran gudaris vascos. A muchos les pusimos el uniforme italiano para salvarles la vida. Hubo un capitán republicano que combatía en el frente de Santander que fue hecho prisionero y sabíamos que si lo entregábamos lo iban a fusilar. El comandante del regimiento de artillería le puso un uniforme italiano y ese hombre hizo toda la guerra con nosotros como topógrafo. Incluso fue condecorado con una medalla de bronce por detectar un depósito de municiones. Cuando acabó la guerra y volvió a su casa, lo detuvo la Guardia Civil y fue condenado a muerte. Gracias al embajador italiano pudo salvar la vida, aunque tuvo que estar preso durante algunos años.

Al principio, los españoles nos llamaban cobardes, porque cuando avanzábamos, íbamos de un árbol a otro, o de una piedra a otra, mientras que ellos avanzaban en línea recta, con la bandera y el crucifijo de los requetés como escudo y al descubierto. Aprendieron mucho de nosotros. A los italianos nos sorprendían muchas de las cosas que hacían. Por ejemplo, en el frente de Bilbao, en Orduña, había una peña que era defendida por unos requetés que tenían su casa justo debajo, en el valle. Todas las noches iban a dormir a su casa. ¡La guerra la hacían durante el día! ¡Los españoles combatían así! A la hora de la comida cesaban los tiros y después de comer proseguían. Y por la noche no combatían nunca.

En Guadalajara, con los rojos, estaban los italianos de la Brigada Garibaldi, que no hicieron nada. Decían que no querían que italianos combatiesen contra italianos, de modo que aunque la Brigada Garibaldi fue enviada al frente, apenas actuó. Iban en unos camiones con altavoces y nos gritaban: «Italianos, cabrones, tenéis que venir con nosotros. Somos los defensores de la libertad y de la democracia». Y cantaban Giovinezza. Eso era todo lo que hacían. Una noche, en Guadalajara, tuve que ir a tomar contacto con una bandera. Llovía. Cuando les encontré, estaban cantando Giovinezza y les pregunté: «¿Por qué cantáis esa canción? Sólo los rojos cantan Giovinezza». Era para confundir, ya que en el bosque no se sabía quién era amigo y quién enemigo. Además, los uniformes eran casi iguales, bueno, eso cuando había uniformes.

El primer rojo que murió en Guadalajara fue uno que se despistó y apareció en nuestras líneas. Se parapetó detrás de un árbol y empezó a disparar. Tenía una chaqueta de civil y un fusil. Los nuestros dispararon y cayó herido muy grave. Antes de morir se santiguó. Llevaba en la cartera estampas de santos y el carné de Socorro Rojo. Era un campesino de Ciudad Real. El primer italiano de mi bando que murió en Guadalajara, fue uno que durante la noche, como no había aseos, se alejó un poco; cuando volvió, un centinela le dio el alto y aunque él se identificó, el soldado le disparó. ¡Mira que durante el día disparaban y no acertaban casi nunca!, pero esa vez, de noche y todo, no falló. Estas cosas pasaban todos los días.

Posteriormente tuvo lugar la batalla de Levante. De mi batallón, fallecieron ocho personas y otros 17 quedaron mutilados o heridos. Yo pertenecía al Tercer Batallón del Segundo Regimiento de la División Littorio de voluntarios. Todos los italianos éramos voluntarios menos los oficiales y los generales del Estado Mayor, bueno, y los capellanes militares. El obispo castrense les decía: «Tú tienes que ir a España».Y se tenían que aguantar.

En Levante hacía un calor terrible. Un día, una vez terminados los combates, me encontraba hablando y fumando en un búnker con mis soldados, cuando un balazo entró por la ventanita. Yo tenía las piernas en alto, y esa bala perdida me atravesó una pierna. Fue horroroso. ¡Esa fue mi heroica herida! Los soldados me decían: «¿Teniente, qué tiene?» El disparo me había reventado una vena. Tuve que retirarme con el caballo de mi comandante, porque no podía caminar. Pero no fui al hospital, me asistieron allí. No podía marcharme, ya que sólo quedábamos seis oficiales. Habían herido al comandante del regimiento y matado al comandante del batallón. Esa fue mi única herida. En otra ocasión, me dieron en el casco, otra en la mascara antigás, otra en la manta... Decían que tenía suerte. Después de la batalla de Levante volví a Italia porque murió mi madre. Posteriormente intenté volver, pero ya no me dejaron.

En octubre de 1938, las Brigadas Internacionales fueron disueltas y abandonaron los frentes. También regresaron a Italia los diez mil voluntarios nuestros que llevaban más tiempo en España. Tanto en la batalla de Cataluña como en las siguientes no hubo ya extranjeros combatiendo con el bando rojo. Cuando se produjo la victoria final, mi división se encontraba en la zona de Logroño. Después, muchos italianos se casaron con chicas de la zona. La convivencia con los españoles había sido buena. Lo que más esfuerzo nos costaba era el aceite. Teníamos que hacer dos ranchos: uno para los españoles y otro para nosotros. A los españoles no les gustaba nuestro aceite y a nosotros no nos agradaba el aceite de los españoles. En Italia se comía mejor que en España.

Durante la Segunda Guerra Mundial, fui con mi regimiento de los Guardias del Rey a Croacia, Eslovenia y Dalmacia y posteriormente me enviaron a la Escuela de guerra de Turín, donde permanecí seis meses. Luego estuve en Sicilia como oficial del Estado Mayor y pasé los últimos meses de la guerra en Francia. Después participé en la República Social Italiana y concluí con un año de calabozo y dos procesos en los tribunales. En total hice diez años de guerra, desde octubre de 1935 hasta noviembre de 1945. Después me dediqué a la ingeniería. También fui uno de los fundadores del Movimiento Social Italiano, un partido de extrema derecha. Hoy sigo escribiendo en periódicos y libros, pero ya no estoy activo en la política. Fui candidato a diputado en 1948 cuando nadie quería serlo.

A mí no me gustan las guerras pero, en mi opinión, la guerra de España fue la única que tenía un motivo real, ya que no se trataba de una guerra por el poder, contra los ingleses o los alemanes. Esta fue una guerra en defensa de nuestra civilización. El comunismo empezó a ser derrotado en España. Fue su primera derrota. Este fue el motivo por el que acudimos a España casi todos los italianos. Claro que, entre los ochenta mil que fuimos, estaban los que les había dejado la novia, los que tenían problemas económicos, los aventureros que iban por el mundo de guerra en guerra... Había uno en mi división que se llamaba Ferrari. Había sido condecorado con tres medallas de plata en la Primera Guerra Mundial y tenía tres promociones por méritos de guerra ¡Y era capitán! ¡Había sido degradado en dos ocasiones!

Me preguntan muchas veces por qué vine a España y yo respondo: «Soy católico, procedo de una familia católica, estudié ocho años en un colegio de jesuitas y no me gustaba ver que mataban a tantos curas ni tantas iglesias destruidas. Ni que el señor Azaña anduviera diciendo: "España ha dejado de ser católica"». Esa era una de las razones. Otra es que soy italiano. Y el interés de Italia era que en España existiera un gobierno, si no igual, sí semejante al italiano y no comunista, desde luego. Otro motivo es que soy fascista y esperaba que el franquismo fuera fascista. No lo fue, pero eso nosotros no lo sabíamos entonces. Franco adoptó la boina roja, el Cara al sol, el saludo romano y poco más. Y por último: yo no soy demócrata. No creo que el 51 % pueda decidir lo que quiera en contra del 49 %. Y tampoco soy liberal."


Leo Francos

Hijo de trabajadores españoles emigrados a Francia, vivió siempre en Bayona. Militante comunista desde los 16 años. Al comienzo de la guerra viajó a Madrid para luchar con el 5º Regimiento y, más tarde, con la XI Brigada Internacional, donde ejerció de comisario político. Al retirarse las Brigadas Internacionales, continúo la lucha en el Ejército republicano y fue hecho prisionero. Fue a parar al campo de concentración de Miranda de Ebro. En 1940 logró salir del país y se unió a los aliados como paracaidista. Intervino en las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial. En Holanda fue capturado y fusilado sin éxito. Aún tiene una bala alojada en el cuerpo, junto al corazón. Hoy sigue siendo comunista y antifascista.



"Siempre he vivido en Francia, aunque soy hijo de españoles y nací en España. Mi madre decidió ir al pueblo a dar a luz para hacerlo en compañía de su familia. En el año 1909, por razones económicas, emigraron a Bayona, donde mi padre consiguió trabajo en una fragua. Allí fui al colegio hasta los doce años. Luego me contrataron para trabajar como camarero en un restaurante y dejé la escuela. A los 16 años, me afilié a las Juventudes Comunistas. Veía que el fascismo se estaba expandiendo por Europa y empecé a darme cuenta de que era importante estar dispuesto a luchar para evitar ese avance. La primera ocasión para actuar se me presentó en octubre de 1934. En Asturias se había producido el levantamiento obrero. Los trabajadores asturianos fueron salvajemente reprimidos. En las Juventudes Comunistas ayudamos a cruzar la frontera francesa a los que conseguían escapar. Les instalábamos dos o tres días en una pensión, les conseguíamos unos billetes de tren a París y les dejábamos en la estación de San Juan de Luz. Si se trataba de cargos importantes, les acompañábamos hasta París. En total conseguí pasar a unos treinta militantes clandestinos.

Cuando en España se produjo el alzamiento militar contra la República, yo me indigné. Me asustaba que el fascismo estuviera ganando posiciones tan cerca de nuestras fronteras. Sabíamos que el fascismo acabaría con la igualdad y con la libertad de los pueblos. En el caso de España para mí era aún más doloroso, ya que nos alegramos mucho cuando el Frente Popular ganó las elecciones. A los pocos días, tuve el deseo de combatir al lado de los republicanos. Este deseo no era compartido por mis dirigentes políticos. Yo no hice caso de sus órdenes y el 10 de agosto de 1936 llegué a Madrid, acompañado por un compañero de Biarritz.

En Madrid, me alojaron en un convento de los salesianos, en Cuatro Caminos y pasé a formar parte de las fuerzas republicanas españolas. En esos primeros momentos los extranjeros éramos, sobre todo, belgas y franceses. Muchos eran atletas que llegaron a Barcelona el 17 de julio para participar en las Olimpiadas Populares organizadas como respuesta al boicot a los deportistas antifascistas que había tenido lugar en los Juegos Olímpicos de Berlín. Juntos formamos una de las primeras centurias franco-belgas, llamada Comuna de París e incluida en el 5º Regimiento, fundado el 2 de agosto con la aprobación del Partido Comunista de España y que dirigía Vittorio Vidali, conocido como el comandante Carlos. Nos dieron un pantalón, una chaqueta y un fusil y nos mandaron a la sierra de Guadarrama. Nuestro primer combate tuvo lugar en el puerto de Somosierra. Cerramos el paso a las tropas del general Mola, que amenazaban con entrar en Madrid por el norte. Seguidamente nos enviaron a Talavera de la Reina, para evitar que los nacionales avanzaran hacia Madrid por esta vía.

Cuando se crearon las Brigadas Internacionales todos los extranjeros fuimos enviados a Albacete. ¡Una verdadera torre de Babel! Un total de 35.000 voluntarios de 54 naciones pasamos por allí. Yo me incorporé a la XI Brigada. La instrucción duró apenas quince días. El día 8 de noviembre participamos en el gran desfile de las Brigadas Internacionales. Sobre nosotros volaban los Moscas y los Chatos, que acababan de llegar de la URSS. Nuestra XI Brigada estaba a la cabeza del desfile y el pueblo de Madrid nos acogió de una manera inolvidable.

Nuestra primera acción fue la defensa de la Ciudad Universitaria. Fue un combate terrible, cuerpo a cuerpo, edificio por edificio y escalera por escalera. Tirabas un tabique y te encontrabas con un moro de frente. El primero que tiraba era el que se salvaba. Pasamos mucho miedo. Creo que fue algo parecido a lo que debió ser Stalingrado. Además, los aviones alemanes de la Legión Cóndor nos aplastaban con sus bombas, mientras las columnas de Yagüe nos atacaban por tierra. Perdimos más de un tercio de nuestros efectivos en estos combates, pero nuestra satisfacción fue que Franco no pudo cumplir su palabra de estar en Madrid para oír misa a finales de ese mes. Durante estos combates me hirieron por primera vez. Fue en el brazo izquierdo, por la metralla de una granada. Me mandaron a la retaguardia, a Elche. Allí pasé mi primera Navidad en guerra.

En enero de 1937, ya recuperado, me enviaron en prácticas de formación a la escuela militar situada en el cuartel de Portacelli, a 29 km de Valencia. Salí el 5 de febrero de 1937 con el título de comisario político de la brigada. Precisamente ese día, los franquistas lanzaron su ofensiva por el este de Madrid, en la zona del río Jarama. Y allí, con el lema de «No pasarán», luchamos para salvar de nuevo Madrid. Murieron unos tres mil Brigadistas. No dábamos abasto para introducir los cuerpos en las fosas. Todavía hoy tengo la imagen grabada en mi cabeza: todos esos brazos y esas piernas desperdigadas por el campo, descomponiéndose al sol. Fue horrible. A mitad de combate tuve que realizar una de las operaciones más arriesgadas de toda la guerra; fui casi hasta las líneas franquistas a buscar a un camarada americano, de la Brigada Lincoln, al que una granada había arrancado un brazo. Se trataba de un gran pianista. Para rescatarle, tuve que atravesar a nado el río Jarama que, por suerte, era bastante estrecho a esa altura. Fui tirando y arrastré como pude su cuerpo mutilado. Hace pocos años, en 1986, nos reencontramos en Madrid en el 50º aniversario de la guerra. Con su única mano, tocó las notas de El paso del Ebro, una canción que nos reconfortaba el corazón durante los días previos al combate. Fue increíble.

El 16 de julio de 1937 volvimos a entrar en combate. La batalla de Brunete fue una de las más duras. Los combates eran violentísimos y las temperaturas rondaban los 45 ºC. Era espantoso encontrarse sin agua en ese horno de fuego y metralla. Estábamos en primera línea con el 5º regimiento. Comenzamos muy bien. En los primeros momentos conseguimos ganar terreno, pero enseguida se frenó el avance porque nuestras tácticas militares eran insuficientes. Fue otra matanza. Después de Brunete tuvo lugar la ofensiva del Alto Aragón. Allí reinaba una gran confusión. Los anarquistas habían abandonado los frentes para montar sus colectividades. Nunca entendí bien a los anarquistas. Me asombraba ver a los que estaban en primera línea jugar partidos de fútbol con los franquistas en los momentos tranquilos.

Del 24 de agosto al 6 de septiembre se produjo la batalla de Belchite. Una vez más, nuestra intervención, victoriosa en un principio, se vino abajo por nuestras deficiencias en estrategia y táctica militar. No pudimos tomar Zaragoza. Después llegó Teruel. También allí los combates fueron terribles, pero esta vez debido a un frío siberiano intensísimo. Tanto, que los ancianos de la zona no recordaban algo igual. No estábamos equipados para soportar unas temperaturas tan bajas. Además nos acosaban los aviones Messersmitch alemanes, frente a los cuáles nuestros Chatos no podían defenderse. La situación no dejaba de empeorar. Estábamos bloqueados por la nieve. Numerosos camaradas tenían los miembros congelados y muchos murieron por esta causa. El 8 de enero entramos en Teruel. Fue una victoria efímera, porque los franquistas consiguieron reconquistar la ciudad el 22 de febrero.

A finales de febrero cubrimos lo que para los republicanos sería el gran acontecimiento de esta guerra: el paso del Ebro. En el mes de agosto todavía estábamos en la zona, en el pueblo de Corbera. Contábamos ya con 120.000 bajas. Fue la última gran batalla. En octubre de 1938 llegó, de manera súbita, la orden de que las Brigadas Internacionales nos debíamos retirar de España debido a un acuerdo firmado en Londres.

El 28 de octubre de 1938 se celebró en Barcelona el acto de despedida. La Pasionaria pronunció un discurso histórico y sus palabras se me quedaron grabadas: «Podéis marchar orgullosos. Vosotros sois la historia, vosotros sois leyenda. Sois el heroico ejemplo de la solidaridad y de la universalidad de la democracia. No os olvidaremos y cuando el olivo de la paz florezca, ¡volved a nuestro lado!» Yo no podía abandonar así al pueblo español. Decidí permanecer en España y me incorporé a la 65ª Brigada de choque del Ejército republicano. Fuimos hacia Andalucía y Extremadura. Los combates cada vez eran más difíciles. Madrid resistía, pero empezábamos a sentir que la victoria se nos escapaba de las manos. Luchamos en Cabeza del Buey, Don Benito, Pozoblanco, en el valle del Guadiana y en Villanueva de Córdoba.

En marzo de 1939 se produjo la retirada general hacia el puerto de Alicante, donde los dos últimos barcos debían partir. Nos juntamos millares de combatientes vencidos. Habíamos caído en una trampa. Los aviones italianos empezaron a bombardearnos y, más tarde, llegaron los tanques italianos. La desesperación llevó a algunos hombres a suicidarse tirándose desde el puerto a las rocas. Desmoralizado y vencido, me hicieron prisionero. Sufrí entonces la violencia salvaje de los franquistas. Me golpearon y, sin comer nada, me condujeron a la cárcel de Portacelli que, para colmo, quería decir «puerta del cielo».A todos los que ostentaban el cargo de comisarios políticos les introdujeron en un camión y desaparecieron para siempre. Por lo que a mí respecta, fui torturado. Nos hacían «la gota de agua»: Te atan en el suelo y hacen que una gota caiga sobre tu cabeza sin parar. Muchos se volvieron locos. Yo tuve suerte, pude resistir y conseguí camuflar el grado de comisario político. De allí me trasladaron al campo de concentración de Miranda de Ebro. Conseguí ocultar mi verdadera identidad y adopté la de uno de mis primos, François Pérez, que vivía también en mi misma calle y que había venido, como yo, para luchar junto a los republicanos. A él lo fusilaron en Tolosa y me transfirieron sus papeles al campo de Miranda.

En el campo, mi único pensamiento era evadirme. La primera ocasión se produjo cuando un grupo de polacos consiguió hacer un túnel que partía desde la capilla. Provocaron un cortocircuito con el muelle de una de sus camas y, gracias a eso, pudimos escapar 35 personas. Conseguimos llegar a la línea del ferrocarril. Los ferroviarios de Miranda nos ayudaron a subir a distintos trenes, pero yo no tuve suerte, me detuvieron y me trasladaron a una prisión de alta seguridad en Burgos. Allí me volvieron a torturar. Me metieron en una celda subterránea en oscuridad total. Allí estuve tres meses. Mis únicos alimentos eran un poco de pan y agua cada 24 horas. A la salida de esta «tumba» sufrí un violento 'shock' producido por la luz del día.

Después, me trasladaron de nuevo a Miranda. Unas semanas más tarde protagonicé una nueva evasión, esta vez a través de las alcantarillas. Fue repugnante. Caí en un pasaje muy difícil y quedé bloqueado durante algún tiempo pero, finalmente, conseguí liberarme y llegué a un pequeño curso de agua que facilitó mi huida. Una vez más fui detenido por la Guardia Civil y conducido de nuevo al campo de Miranda. Allí me golpearon generosamente y luego me enterraron hasta la cintura, a pleno sol, para recibir noventa latigazos. Acabé con la espalda en carne viva y, para colmo, me rociaron con vinagre. Me quedé inconsciente y no lo hubiera contado si mis compañeros no me hubieran sacado de allí y no me hubieran ido dando pequeñas raciones de leche condensada de las que suministraba la Cruz Roja Internacional. Me abrían la boca y me introducían un par de cucharadas. Así me fui recuperando. También mi familia sufrió las represalias de mi militancia. A un tío de mi mujer, Miguel San Miguel, le ataron a la cola de un caballo y le lanzaron al galope hasta que se desangró. El hermano de mi padre, Esteban Francos, alcalde de Fontihoyuelos, fue rociado con gasolina y quemado vivo en medio del campo. Y a cuántos prisioneros republicanos vi que les cortaron el puño, mientras les gritaban: « ¡A ver como saludáis ahora con el puño cerrado!»

Una vez recuperado, me integraron en una brigada de trabajo para la construcción del pueblo nuevo de Belchite. Nos alojaron en un convento en ruinas. Recibíamos berzas como único alimento. Finalmente, gracias a la intervención de la Cruz Roja, pude salir libre. A mediados de junio de 1940 y acompañado por un funcionario de la Embajada de Venezuela en Madrid me llevaron en tren hasta Irún para atravesar la frontera con Francia. Yo no sabía nada de la situación militar en Europa. Pensaba que volvía a casa para ver a mi familia y descansar. Pero no fue así. Llegué a Hendaya el 20 de junio de 1940.Allí me enteré de que la llegada de las tropas alemanas era inminente. Me había liberado de las garras del franquismo, pero me esperaban las tropas hitlerianas. Por casualidad, ese mismo día supe que algunos barcos polacos iban a partir desde el puerto de San Juan de Luz hacia Inglaterra. Tuve el tiempo justo, para proveerme de uno de sus uniformes y embarcar con ellos. Esto ocurrió el 21 de junio de 1940. El día 23 entrábamos en Plymouth. A partir de aquí comenzó otra nueva odisea.

Al llegar a Inglaterra me llevaron a la Escuela de Paracaidismo de Manchester. Allí nos formaron para las operaciones de sabotaje. En febrero de 1941, comenzaron una serie de operaciones y misiones en Noruega, Bélgica y, sobre todo, en la Francia ocupada. En febrero de 1942, el general Rommel ya había avanzado con sus tropas. Se habían producido los duros combates de Tobruk y los bombardeos de Trípoli. Así que nos mandaron al desierto de Libia. Nos lanzaron en paracaídas en la zona para volar una barrera y una central. En esta misión viví uno de los momentos más terribles y dramáticos de mi vida. Mi mejor amigo desde la guerra de España, mi gran compañero, Jacques Vidal, que era casi como un hermano para mí, fue gravemente herido por una ráfaga de ametralladora. Tenía diez o doce tiros en el cuerpo. Tuve que llevarle a cuestas durante más de 15 km a través del desierto. Él sufría horriblemente, y estábamos agotados. No debía caer vivo en manos del enemigo. Tenía una pastilla de cianuro, pero no tenía el coraje suficiente para tomarla y me pidió que le rematara. Tuve que hacerlo. No le deseo a nadie que tenga que pasar por lo que yo pasé en esos momentos. De los quince hombres que participamos en la operación, sólo siete alcanzamos las líneas inglesas.

A finales de 1942 se produjeron más misiones sobre la Francia ocupada y sobre Bélgica. En una de ellas tuvimos que atravesar Bayona de incógnito. Pasé por la calle Víctor Hugo, bajo la ventana de la casa de mi madre y no pude siquiera parar a saludarla. Desde allí, una mujer de San Juan de Luz me llevó en una ambulancia a una pensión. Tenía que pasar la frontera por mi cuenta, pero, una vez en España, me detuvo la Guardia Civil y me encontré de nuevo en el campo de Miranda, que ya había conocido en 1939. Era julio de 1942. Conseguí de nuevo evadirme, pero fui interceptado una vez más a un kilómetro de la frontera portuguesa. Paré en una casa a pedir agua y era de la Guardia Civil. ¡Otra vez de vuelta al campo de Miranda! Me volví a escapar en noviembre, esta vez con éxito, ya que conseguí pasar a Portugal y, desde el puerto de Setúbal, embarcar hacia Casablanca y, más tarde, hacia Inglaterra.

Al poco tiempo comenzó la campaña sobre Italia. Después de Sicilia y Montecassino entramos en Roma. Habíamos recibido la orden de dejar pasar primero a los americanos, pero la ignoramos y fuimos los primeros en poner la bandera de la Francia libre en la plaza de Venecia. Esto nos valió un mes de arresto. De las tropas americanas hubo algo que me sorprendió enormemente. Los comedores eran dobles para separar a los militares negros del resto durante las comidas. Este racismo me ponía malo.

Hacia el 15 de septiembre de 1944, me lancé en paracaídas sobre Arnhem, en Holanda. El enemigo nos rodeó al salir el sol y nos hicieron prisioneros. Entonces, a pesar de la convención de Ginebra, esperaron a la noche y, por grupos, nos llevaron delante de una fosa. Éramos 37 hombres. Fue el 30 de septiembre de 1944.Teníamos la fosa detrás de nosotros y las metralletas delante. En el momento en que me di cuenta de que nos iban a ametrallar, en unos segundos pasaron por mi cabeza las imágenes de mi madre y de las torres de la catedral de Bayona. Más tarde, oí el comienzo del tableteo de las metralletas y me dejé caer. Entonces se produjo el milagro. La bala que debía haberme tocado en pleno corazón fue amortiguada y desviada por una insignia metálica de paracaidista que llevaba en mi uniforme.

Gravemente herido, caí en la fosa junto a mis compañeros muertos. Los alemanes no nos remataron ni nos cubrieron de tierra y cal, sino que decidieron dejarlo para el día siguiente. Segundo milagro. Antes de su llegada, al alba, se produjo el tercer milagro. Una pareja de campesinos holandeses, gente muy valiente y, sobre todo, buena, pasó por delante de la fosa para empezar su jornada de trabajo en el campo. Eran de la Resistencia.

Sorprendidos, descubrieron la carnicería y, observando los cuerpos, vieron que uno entre ellos se movía todavía un poco. Era yo. Entre los dos me llevaron más mal que bien, gracias a que aún era de noche, a su granero. Yo estaba inconsciente y gravemente herido. Tenía la bala alojada en la base del corazón, al lado de la aorta. Pudieron encontrar un médico de la Resistencia que acudió regularmente a curarme. Esto tuvo para ellos un riesgo enorme. La mujer se hizo pasar por enferma para ocultar mi presencia y justificar la atención médica ante sus vecinos. Además de mi sufrimiento físico, la vida en el granero durante estos meses fue horrible, siempre sobresaltado al mínimo ruido y en un estado de ansiedad permanente. No solamente por mí, sino por la gente que me hospedaba. Todo esto duró tres meses hasta que por fin un avión de rescate vino a buscarme. Unas horas más tarde estaba en Inglaterra, para asombro general de mis compañeros, que me habían declarado muerto en combate. A los pocos días, a pesar de mi estado, volví a combatir. La misión era liberar la capital de la Alsacia. Los fragmentos de metralla de una granada enemiga me hirieron en las dos piernas. Con estas heridas concluyó mi etapa de paracaidista: 554 saltos y 2.500 horas de vuelo.

Me trasladaron al hospital de Biarritz y, más tarde, al hotel de las Termas Salinas hasta que estuve totalmente restablecido. No quise que avisaran a mi madre ni a mi prometida. No las había visto desde hacía nueve años y quería estar totalmente recuperado y en pie para llamar a su puerta y sorprenderlas. Eso fue lo que hice a finales de febrero de 1945. Me concedieron un permiso y aproveché para hacer una escapada con mi prometida a París. Volví al hospital con una semana de retraso.

Ella se convirtió mas tarde en mi esposa. Al contrario que mi madre, que llevaba ya luto por mí, ella nunca perdió la esperanza de volver a verme. Nos casamos en Bayona en el 46. La guerra había terminado, pero entonces comenzaron los problemas para acreditar mi identidad. Durante todos estos acontecimientos yo había adoptado muchos nombres: François Pérez, Pierre Elisalde, Pierre Cahier, Josef Soeniest y Joseph Dallet. Quisieron cobrarme por recuperar mi verdadera identidad, pero yo me negué desde el principio. Gracias a un diputado comunista amigo mío, se pudo arreglar y el 16 de julio de 1947 obtuve, por fin, mi verdadero nombre y la nacionalidad francesa.

En 1950 ya había retomado mi trabajo como camarero en Bayona. De pronto, un día, me llegó una notificación para que me hiciera la revisión médica para el servicio militar. Se lo comenté a mi amigo el diputado y lo solucionó todo una vez más. Hoy sigo yendo a algunas convocatorias y reuniones y me hago revisar cada tres meses la bala que todavía tengo alojada a tres milímetros del corazón, por si se desplaza. Nunca quise sacarla, me dio miedo. A pesar de eso, sigo fumando de vez en cuando en pipa. Y me encuentro bien"

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